Llegué al Perú en 1980 para trabajar con Médicos Sin Fronteras en un proyecto multisectorial de salud en el Altiplano peruano. Estuve 33 meses en este lugar y dirigiendo un pequeño hospital de 15 camas en la Provincia de Lampa. Disponiendo de medios muy reducidos, tuve en ocasiones que apelar a los especialistas locales en salud: parteras, hueseras, sobadores, curanderos… Me sorprendieron los resultados obtenidos en casos que pude verificar a nivel médico. Eran eficaces pero las explicaciones que esos tradi-practicantes me daban sobre la adquisición de su conocimiento no coincidían con mi bagaje occidental: procedía según ellos de sueños, de haber sido fulminado por un rayo, de espíritus que les hablaban, etc.
La partera local, analfabeta que solamente hablaba quechua, sabía con antelación el sexo del niño, las complicaciones eventuales del parto, la fecha del nacimiento, etc. De todo ello pude comprobar la veracidad. Para encontrar una respuesta sobre este hiato entre el origen “no humano” de su conocimiento y las evidencias de congruencia con la realidad, decidí explorar más a fondo este tema. Las explicaciones clásicas de tipo cultural, de sugestión, de engaño, no respondían a la cuestión de su eficacia operativa en casos tanto físicos (fractura, por ejemplo) como psicológicos (psicosis, por ejemplo).
Eso me llevó a elaborar (1986) un proyecto de investigación de esas medicinas tradicionales que finalmente desarrollé en la alta-Amazonía peruana, frontera entre el mundo andino y el mundo selvático. Muy rápidamente, la frecuentación de muchos curanderos condujo a las mismas conclusiones que en Lampa: la enseñanza venía esencialmente del mundo no visible. La única manera de saber si todo era cierto era seguir los pasos de los curanderos y tomar las plantas según sus indicaciones y cuidado, ya que me señalaban que cualquiera podía aprender si tenía voluntad, no era una cuestión cultural. No quería quedar en observaciones exteriores y discursos, no soy un antropólogo sino un médico.
Así empecé a tomar las plantas y, entre otras, la famosa Ayahuasca. Se desgarró el velo y descubrí que lo que decían los maestros con su lenguaje metafórico era certero y de una profundidad insospechable para un occidental, con un enorme potencial de sanación a todo nivel. A través de las plantas, con reglas estrictas, se podía acceder al mundo invisible y ser guiado y enseñado. Es durante esos estados modificados de la consciencia que se me indicó que tenía que trabajar con personas adictas, que eso era mi camino. Nunca antes lo había pensado. Hasta se me enseñó el lugar donde establecer un centro y, poco a poco, cómo realizar este proyecto. Así nació, después de 6 años de auto-experimentación, el Centro Takiwasi (1992).
En los pueblos amazónicos existe una gran variedad de uso de la Ayahuasca, pero en general no se utiliza comúnmente salvo por los curanderos. Las demás personas acuden a ello solamente por necesidad, para una curación o resolver un problema personal o de la comunidad, y durante un tiempo limitado. La mayor parte de la población no ha tomado nunca Ayahuasca y tiene miedo de ello. Para curaciones tradicionales, muchas veces el paciente no toma ayahuasca sino solamente el maestro, para poder “ver” el problema del paciente, curarlo, darle indicaciones. El uso de Ayahuasca se asocia también a su “mal uso”, o sea la práctica de la brujería extremadamente difundida en toda la Amazonía. Así que genera un gran temor y las batallas entre “chamanes” son el pan de cada día. Ciertas etnias no utilizan la Ayahuasca y su uso se ha difundido en gran parte a la llegada de los españoles y recientemente con la visita de turistas extranjeros (neo-chamanismo o turismo chamánico).
Los pueblos amazónicos (como todos los pueblos ancestrales) son bastante pragmáticos y lo que los antropólogos califican de “pensamiento mágico-religioso” es en parte esencial una proyección del pensamiento occidental. El mundo occidental desacralizado, donde “Dios ha muerto”, se encuentra sin brújula espiritual. Los indígenas conocen el mundo invisible mientras los occidentales lo niegan o lo imaginan, se han cortado de ello, lo ignoran, y el racionalismo esconde en realidad un fuerte imaginario de compensación, muchas veces inconsciente, sobre el “indígena”. Se le fantasea como un “buen salvaje” idealmente en armonía con la naturaleza, puro y sabio, lo que es una total ilusión, o como un ignorante supersticioso, irracional, carente de discernimiento, lo que es igual de inexacto. La extraordinaria crisis del covid-19 demuestra hasta qué punto los occidentales pueden “tragarse” delirios y fantasías más allá de toda racionalidad, pragmatismo, y hasta fuera de todo criterio científico (lo que es la definición de la superstición).
Los ambientes naturales y no invadidos por las “energías” del mundo moderno con su tecnología invasiva (ruidos, olores fuertes, contaminación química y electro-magnética, etc.) son espacios de mejor contexto para realizar las experiencias de modificación de la consciencia. Pero interviene también la “energía” que el maestro curandero lleva en su propio cuerpo y establece en una sesión mediante el ritual, sus cantos, las plantas que ha tomado, sus vínculos con entidades del mundo invisible que llama (ancestros, maestros, espíritus de plantas, ángeles, santos y la misma divinidad). Por lo tanto, aun en contexto citadino se puede realizar un trabajo de buena calidad, aunque no sea lo ideal. De hecho, en la selva, los espíritus de la naturaleza son presentes antes mismo que se los llamara. La energía es menos densa, más transparente. Eso lo saben todos los místicos de todas las tradiciones.
La venida de muchos extranjeros desde hace unos 20-30 años representa un reto enorme para el mantenimiento de la tradición sanadora. La introducción de intereses económicos trastoca toda la dinámica tradicional. Aparecen por todas partes supuestos curanderos que no son reconocidos por sus comunidades y no atienden a los pacientes locales. Los curanderos ancianos no son reemplazados por curanderos jóvenes. Existen incomprensiones culturales fuertes entre occidentales visitantes e indígenas o mestizos locales que a veces son chistosas pero muchas otras veces llegan a situaciones dramáticas. Por ejemplo, los códigos relacionales entre hombres y mujeres son extremadamente diferentes y esa incomprensión provoca numerosas situaciones de abuso sexual durante las experiencias de mujeres extranjeras con curanderos locales.
El largo proceso de capacitación que se requiere para ser un buen curandero (unos 10 años) no coincide con la premura de los occidentales que lo quieren todo rápido. Se han exacerbado las tres clásicas “concupiscencias” (para usar un término clásico religioso): poder, sexo, dinero… Los beneficios económicos en general son exclusivos de algunas personas, pero no repercutan en toda la comunidad. Ello crea envidia, división, celos. El concepto básico de reciprocidad que estructura el mundo indígena se encuentra destrozado. La única ventaja de esta corriente podría ser la valoración de esos recursos y de la sabiduría indígena ancestral, la preservación de ciertas plantas medicinales que ahora tienen un valor económico, el desarrollo de la investigación científica sobre esos conocimientos (aunque mal retribuido y muchas veces con intereses económicos de por medio como con las patentes de laboratorios que obvian el origen de sus descubrimientos).
Como señalé antes, no se trata de un pensamiento “mágico” sino de una medicina que integra la dimensión del mundo creado invisible. Es parte integral de la vida cotidiana de los indígenas, aunque tiende a diluirse en los mestizos y la vida urbana. Sin embargo, permanece en el inconsciente colectivo como en el mundo occidental, aunque de manera mucho más reprimida en esos últimos. La realidad del mundo invisible se encuentra en todas las grandes tradiciones de la humanidad, y en Occidente por ejemplo en la tradición hebraica-griega-cristiana.
La represión de las fuentes espirituales y religiosas de los occidentales con el advenimiento del racionalismo (seguido del positivismo, del existencialismo, etc.) explica en gran parte, en mi opinión, las manifestaciones visibles de esa “sombra espiritual” a través de múltiples expresiones diabólicas o satánicas de la modernidad. A medida que se instala en esos pueblos ancestrales esa misma represión con la seducción de la modernidad (dinero, facilidad tecnológica, fascinación por las “pantallas”, etc.), tiende a desaparecer la proximidad con el mundo invisible, los “espíritus se alejan”. Las tradiciones amazónicas son inclusivas y absorben fácilmente lo que les parece adecuado, útil, práctico, tanto para bien como para mal.